Abecedario Natural - J. Serrano Badenas 

Átame a un rincón excelso de tu alma.
Besa indiscriminadamente mis alegrías y desgracias.
Cúbreme de un puñado de certezas.
Dinamita mis temores sin clemencia.
Exíliame a un lugar aún no inventado.
Firma con caricias mis costados.
Gózame el espíritu al igual que el cuerpo.
Hidrátame la fuente de la vida con tu afecto.
Imagíname una realidad nueva
Jodida, increíble, pero nuestra.
¡Kaput! quien se atreva a romperla.
Libera todas mis inhibiciones.
Multiplica mis virtudes mellando mis imperfecciones.
Niégame lo dañino, pero no lo prohibido.
Ñangota mi orgullo cuando sea preciso.
Omite mis olvidos y descuidos.
Palia mis dolores y enfermedades.
Quédate conmigo, quema mis disgustos
Riégame los sueños
Saborea mi llanto y también mis silencios.
Tómame completa y a pedazos.
Unifiquémonos en un mismo trazo.
Volquémonos en nuestra desnudez
Windsurfistas surcando el mar y el viento a la vez.
Xerografiémonos en nuestra descendencia
Y yuxtaponiendo el presente y el futuro
Zafemos de la tierra a las estrellas.
Así: queriéndonos de la “A” a la “Z”






Entonces, le vi marchar y no impedí que se fuera.
Él tampoco impidió que me quedara, debió llevarme consigo.
"El amor acaba". Pensamos ambos  mientras nuestros pies construían paso a paso una distancia entre nuestros cuerpos que no alcanzaba a separar nuestras almas.
Éramos tontos. Demasiado tontos e inexpertos para saber que si los enamorados fracasan es por creer que cuando el amor los toca ya está hecho. Y no, allí es justo cuando hay que empezar a hacerlo.






Supe que había hecho mal en ir a ese restaurante cuando leí en el cartel de la entrada el menú principal del día: Raviolis al Ajillo. La constatación de mi errada elección me golpeó de bruces en la cara cuando la vi a ella con alguien más. Iban de salida, llenos, satisfechos, sonrientes hasta que me vio, por supuesto, y su rostro mudó de expresión.
Sin detener el paso seguí hasta ellos y me les planté enfrente. Los observé, más a ella que a él. Ella sin escapatoria fue rauda a presentarme a su acompañante.
–Tiempo sin verte. Él es mi no... –Un acceso de tos me hizo ahogarme de pronto e impedirle terminar su frase.
¿Un acceso de tos? La verdad, se me atoró en la garganta un qué rápido le conseguiste ocupante al vacío que dejé en tu cama, cuán fácil se te hizo encontrarme sustituto, ¿sientes lo mismo cuando su voz te llama o cuando él te toca? ¿No te causa repudio su perfume al recordar el mío? ¿Encuentras verdadero refugio en sus brazos? ¿Sabe él de ese punto en donde se encuentra tu llave al abismo? ¿Cómo le hiciste para acostumbrarte a otro cuerpo cuando todavía hay tatuajes con mi nombre en el tuyo? ¿Cómo te dejas, mujer, saborear por otra boca? ¿Cómo soportas siquiera que ensucie con su lasciva mirada los lugares que aun para mí son tierra santa? ¿También se ha hecho amigo de tu perro? ¿Su retrato descansa en la mesilla de noche cercana a la cabecera de tu cama? ¿Qué tanto sabes de él para hacerle un espacio en tu vida o qué tanto sabe él de ti para que te reserve un sitio en la suya? ¿Acaso se ha grabado los mil y un matices de tu cara? ¿Sabe interpretar tus poses y tus distintas inflexiones? ¿Ha roto mi récord de llevarte ida y vuelta al infinito o le has mentido porque en lo profundo sabes que nunca podrás compararlo conmigo?
Me canso de hacerme preguntas, pero mirando al que tengo en frente desisto. Lo que yo tardé en aprender de ella en años no se lo aprenderá este en meses.
Me aclaro la garganta, el otro me extiende la mano mientras pronuncia su nombre. ¡Como si me importara! Yo extiendo la mía para no ser maleducado, pero creo que la desgana con que lo hago lo deja todo claro. Me río de su nombre en mi mente, el zoquete se llama Patricio, como los nobles. ¡Ja! Ese no tiene ni pizca de nobleza en las venas. Más temprano que tarde ella se llevará una sorpresa cuando descubra que su intento de príncipe no es más que otro de muchos sapos disfrazados. ¿Sapo? Este no llega ni a renacuajo, debería volver a su estanque.
A todas estas no me había dado cuenta de que aun le estrechaba la mano. ¡Al diablo las etiquetas! Aprovecho y se la estrecho un poco más teniendo especial cuidado de romperle aunque sea un hueso, desgarrarle un par de ligamentos, fracturarlo, desmembrarlo, dejarlo inválido, lo que sea para asegurarme de que no vuelva a tocarla. A ver qué hará ella con un manco.
Cuando el tipejo logra recuperar su mano lo veo medio abrir y cerrar el puño dolorido, hace una mueca de niñata. Juro que no tenía intención de decir nada por más rabia que tuviese en mis adentros, pero las palabras salieron a fuerza de disparo:
–Así que me has cambiado por este imbécil. –El imbécil, todavía sacudiéndose inútilmente la mano, solo alza las cejas fingiendo sorpresa. Vamos, ¿a quién quiere engañar? No me creo que en su espejo no haya salido a relucir un brote de su notoria idiotez. Ella toma la palabra por él:
 –Al revés, tú fuiste el imbécil que cambié.
Touché. Me mira como recriminándome y hala a su "acompañante" a la salida. A sus espaldas los escucho hablar:
– ¿Qué te ha hecho?
–Nada, nada, ya pasará. –Ah, es un imbécil, lo dicho. Va a usar aquel cuento de niño enfermo para sacar provecho de que ella lo consuele. Ojalá y no se le pase en semanas, que le quede una secuela por meses, no me importaría ser culpable de ello. Así más tarde, cuando él intente tocarla con sus manos temblorosas, ella extrañará la seguridad y la desenvoltura de mis caricias recorriéndole la piel y entonces, también al renacuajo ese se le bajarán mucho más que los ánimos cuando recuerde que ella fue primero mía antes que de él.
¿Fue? ¡Puf! Lo sigue siendo, lo sé. Todavía me mira como si nos perteneciéramos y ese zopenco que se ha buscado no me llega ni a la punta de las zapatillas de correr.
¡Mierda! Se me ha quitado el apetito. El encuentro junto con ese menú principal me ha revuelto las entrañas y los recuerdos.
Mientras salgo del restaurante, malhumorado, insatisfecho, sin hambre y con el estómago vacío, reparo en una cosa: han salido a comer afuera su platillo favorito. Sonrío. A él no le prepara raviolis al ajillo.


Aldo Simetra





–Ven a la cama conmigo, ya sabes que no me gusta dormir solo.
–Ni hablar. No compartiré la cama contigo y menos si estás despierto.
–Prometo no intentar nada.
– ¡Bah! Si llegué a esta edad ilesa fue justamente por no creer en promesas como esa.
– ¿Qué más te da? Seré yo quien te agravie dentro de poco.
–Ese dentro de poco aún no llega.
–Vale, ven a dormir conmigo.
– ¡Que no! –El hombre se ha levantado de la cama obstinado.
– ¿Y dónde piensas dormir? Si se puede saber.
–Pues no sé, en la silla o en el mueble. Aunque deberías dejarme la cama a mí y dormir tú en cualquiera de esos dos. ¿O es que tu caballerosidad se extinguió?
– ¡Ja! Ni de broma. La cama está para que la compartamos. Ninguno sacrificará su comodidad por gusto.
La mujer se cruza de brazos y voltea la cabeza airada, una muestra obvia de que contrariaba sus palabras. El hombre volvió a insistirle, pero cambió de táctica. Esta vez, se le acercó sigilosamente hasta quedar a un palmo de su espalda y le canturreó la petición al oído.
La mujer se estremeció levemente al sentir su cercanía y el roce de su voz, pero continuó en sus trece.
–Ni porque me susurres en la oreja y se me doblen las rodillas cambio de opinión.
–Ujum –aceptó indiferente el interpelado mientras le abrazaba la cintura y la acercaba a su regazo.
–Ni porque se me alborote el vientre a causa de que me estreches, ¿me oíste?
–Ujum –el hombre degustó con sus manos sus redondeces. Empezó inocentemente por los hombros, encontró un camino hacia su pecho, prosiguió bajando lentamente hasta...
– ¡Deja! ¡Deja! –Dijo intentando marcar distancia por ella misma, pero en lugar de alejarse del cuerpo que incitaba al suyo volteó para replicar–: Ni porque tus caricias me cambien la temperatura y la piel se me queje.
–Ujum –repitió él. Sus manos la trabajaban, la amansaban, iban moldeando la figura que estrujaban. Comenzó a marcarle un sendero húmedo tomando como punto de partida su nuca. Dejaba que sus labios la recorrieran, invitaba de vez en cuando a los dientes y la lengua intrusa se colaba para disfrutar también del banquete.
–Mmm. Ni porque tus besos me refresquen el cuello, ni las andadas de tu boca me enloquezcan, ni tus mordiditas me inquieten dulcemente… No, definitivamente no iré a la cama contigo.
–Eso ya lo has dejado claro. –Le concedió el hombre mientras sus manos prestas no daban tregua, sus dedos se movían por terreno inexplorado y sus yemas dejaban sutiles grabados a su paso. Su aliento la despertaba con escalofríos allí donde llegase, sus labios imparables la encandilaban allí donde tocasen–. Vamos a la cama.
–No. –Replicó tozuda, incapaz de despegar los pies del suelo, incapaz de moverse.
–No te lo estoy preguntando. –Le susurró éste a la vez que la arrastraba ágil y sagaz hasta el destino anunciado. Ella, doblegada, se dejó llevar. La acostó de lado sobre el colchón y se acomodó a su espalda.
–Deja que me recomponga, que me levanto yo sola de un tirón. –El hombre la estrechó contra sí, apresándola con sus brazos.
– ¡Ya, mujer! Quiero ver cómo te zafarás de mí. –Le replicó el silencio. Sus cuerpos yacían en paralelo compartiendo las mismas sábanas y la misma almohada–. Estás acostada conmigo en la misma cama y sigo despierto, ¿qué tienes por decirme ahora?
– ¡Buenas Noches! –Se despidió ella risueña con voz cantarina. El hombre sonrió entre sus cabellos y su cuello, y sentenció:
– ¡Ya te daré yo noches buenas!






–Ándale, dame un beso de mentiritas. Si no te gusta no tienes que darme uno de verdad.
– ¿Y tú te crees que yo soy boba?
–Bueno, ¿no que somos novios?
–Pero de palabritas, menso. Además, si nos pillan nos castigan.
–Pero si no hay ni un adulto cerca.
La niña mira hacia a los lados para constatar que sea cierto y un poco más convencida responde:
–Vale, pero rapidito.
Juntan rápidamente sus labios y solo dura lo suficiente para que éstos se presenten.
– ¿Qué tal? –Pregunta el niño.
– ¡Ugh! Mojado. –Responde la niña mientras se limpia la boca con el dorso de la mano en un gesto exagerado.
–Ya. ¿Pero te ha gustado?
–Te digo después de que me lo muestres.
El niño asiente, saca su soldado, lo desviste y deja que la niña le eche una ojeada.
–Bah, creo que hay algo mal con nuestros muñecos. –Dice la niña con aspecto preocupado pasando el dedo por la superficie lisa de la pelvis del soldado. El niño la examina un rato y luego entiende.
–Ah, que así son cuando creces. Por algo tu muñeca tiene bubis.
La niña lo mira extrañada, no le cree.
– ¿Y cómo van al baño, a ver?
El niño se rasca la cabeza, esta vez sin respuesta.
–No sé. Seguro es cosa de mayores.
–Mmm… –Se queda callada, mueve la cabeza de lado a lado y sus pensamientos terminan por expresarse en un susurro–. ¿Cómo será ahora?
Ambos guardan silencio. El niño la ve pensativo, al final se encoje de hombros y dice:
–Si quieres te enseño, pero prometes darme otro beso.
La niña inclina la cabeza dudando y luego se decide.
–Vale.
El niño se pone de pie y baja sus pantalones.
– ¡Ugh! ¡Qué raro! ¿Estás seguro que eso es normal?
El niño vuelve a encogerse de hombros por respuesta, colocando otra vez los pantalones en su sitio.
– ¿Tú qué hablas? –replica apenado–. Muestra la tuya.
La niña, orgullosa, levanta su falda un instante y se deja ver.
–Ah, ¿eso es todo? Podemos abrirle una cortadita a tu muñeca y ya está.
–Ajá y al tuyo le hacemos uno con plastilina, menso. Ni te creas que voy a dejar que cortes a Cintia.
–Bueno, pero no te enfades. Ahora mi beso, que lo has prometido.
La niña suspira.
–Pero de mentiritas, ¿eh?
Con esa premura que se experimenta al hacer algo prohibido, los niños vuelven a rozar sus labios y se separan enseguida.
–Y este ¿te ha gustado? –Insiste el niño.
– ¡María! ¡Pero mira nada más! ¿Se puede saber qué estás haciendo con el niño ese?
La niña pone cara de susto y sale corriendo hacia el llamado.
– ¡Que no es para tanto, Má! Que ha sido de mentiritas… –Explica María mientras se aleja.
– ¡Pero, Carlitos! No se te puede descuidar unos minutos porque andas de Don Juan en la escuela. –El padre le revuelve el pelo sonriente y lo toma de la mano–. Vamos, enano, que tu mamá nos está esperando en el auto.
– ¿Pá? ¿Duele cuando te aplastan aquello?
El padre, ya dentro del carro, lo mira frunciendo el ceño.
– ¿Aquello?
El niño hace un gesto exasperado y lo mira con los ojos muy abiertos.
– ¡Tú sabes, Pá!
– ¡Ni se te ocurra responderle! –le advierte la madre.
El padre, callado, pone en funcionamiento el auto pensando que horas antes mientras la secretaria aplanaba su erección, no había sentido otra cosa que placer.
A unos pocos metros de distancia, María le formulaba una pregunta similar a su madre:
– ¿Má? ¿Duele cuando te cosen la rajita?
La madre la miró con los ojos en blanco pensando que, al contrario, dolía cuando la descosían. Luego recordó el nido de telarañas que debía tener en labor desde que nadie le dedicaba una caricia y algo afligida contestó:
–Puede que un poco, María.





Guillermina Pérez, mujer pasada los 40, ama de casa, esposa y madre, se encontraba en su casa preparando la cena. Ya estaba casi lista y decidió pasar una escoba por su humilde morada mientras en la olla, montada sobre la hornilla, se terminaba el proceso de cocción. El primer lugar que eligió para librar al suelo de impurezas fue la sala y allí se encontró a su hijo con la mayor compañía que hasta ahora le había conocido.
– ¡Sal de ese bendito aparato, muchachito, pa' que conozcas mundo! –Le dijo mientras la escoba iniciaba su trabajo–. Dentro de poco voy a poder planchar sobre tus nalgas que ya casi están planas de tanto que te la pasas sentado frente a esa máquina. A mí que después ninguna nuera se me venga a quejar de que saliste achatado por mi culpa o por los genes. Que una los pare sanos, bien formados, y ustedes siempre encuentran la manera de atrofiarse con los años.
–Yaaa mamá... –replicó este en tono obstinado– No te pongas cansona ahora, ¿sí? ¿Pa' qué salir a perder el tiempo cuando tengo el mundo al alcance de mis dedos desde el PC? ¿O prefieres que ande de mala conducta en la calle buscando problemas? Mira que hasta soy considerado y no te doy dolores de cabeza.
– ¿Cansona? –La escoba se había detenido entre ambos puños de quien la esgrimía y esperaba paciente– Respeta muchacho'el carrizo. Si no, te doy unas cuantas y recibo las quejas de cualquier nuera con gusto. Sinceramente, preferiría que estuvieses afuera metiéndote en líos como los chicos normales –la escoba continuó su curso– antes de andar como lelo, así como retrasado aquí en la casa. ¿Es que no tienes amigos?
– ¡Uff! Cientos y cientos en la red. –El muchacho parecía indiferente y le respondía a su madre sin apartar la vista del computador.
– ¡Muchacho pendejo! –Otra vez la escoba hizo un paro en su labor– Fuera de esa cosa. En la vida real, quiero decir.
– ¡Bueno, mamá! Que es lo mismo. Existen las redes sociales, ¿sabes? Y eso no es más que la vida social llevada al mundo virtual. Es como la cotidianidad moderna. Ya sé que no me entiendes mucho porque eso en tus tiempos no existía pero...
–De paso que me quieres hacer pasar por bruta dándome lecciones, me dices vieja. ¡Ay Juan Esteban Fuentes Pérez...! Sigue así y te voy hacer necesitar a esos supuestos cientos de amigos antes de tiempo. –Se acercó al hijo con escoba en mano–. Ya quisiera ver yo cómo te ayudan desde esa pantallita o cómo te hacen el entierro desde el ordenador.
– ¡Amááá! –Dijo éste fingiendo exagerada sorpresa– ¿Vas a acabar con tu propia sangre? –Adoptó un tono descarado–. Piensa en tus futuros nietos. Además soy hijo único y a papá no le va a gustar nada que se pierda su apellido.
– ¡Me importa un pepino lo que tu padre diga! ¡Y es que en mis nietos es que estoy pensando! A ver si querré yo una parranda de mongólicos mentecatos. Mejor cortar el mal de raíz. Y hablando de eso, chico...
¡Oh, oh! Algo se veía venir.
Juan Esteban lo supo cuando la Sra. Guillermina dejó de hablar y soltó la escoba sin más, adoptando una actitud decidida y amenazadora.
La madre, harta del numerito que se repetía todos los días gracias a la insensatez de su hijo y su imposibilidad creciente para apartarse de ese maldito artilugio, quiso tomar definitivamente cartas en el asunto. "Cortar el mal de raíz" Eso fue justo lo que hizo.
Desconectó de un tirón todos los cables que fungían de fuente de energía del computador, y este en un santiamén se apagó.
–Pero ¿qué estás haciendo, vieja? ¿Te has vuelto loca?
– ¿Vieja? ¿Loca? Ah, pues mira, a mis años la locura no es novedad. –Dicho esto, sacó el monitor de su sitio con fuerza y le encontró un nuevo lugar afuera junto a la basura. Luego regresó por el CPU y más tarde, por el mouse y el teclado.
Juan Esteban había entrado en shock, se halaba los pelos con las manos con la mirada extraviada y la rabia atravesándole la cara. La madre entró sacudiéndose las palmas de las manos entre sí como diciendo: "Listo, se acabó lo que se daba". Y dirigiéndose satisfecha hacia su hijo le dijo:
–La gente mayor se altera por nada, ya ves. –Luego, señalándolo con el dedo, le lanzó una advertencia–: Y ni se te ocurra coger de nuevo esos trastos, que mañana se los cargo al camión de desechos. ¡A ver si ahora que no tienes el mundo al alcance de tus dedos aprendes a mover un poco los pies!
Dejó a su hijo asimilando sus palabras y resuelta, como si hubiese al fin terminado un asunto que tenía pendiente, recogió la escoba con la que apenas barrió nada y se fue a la cocina para prepararse a servir la cena. Mientras la veía alejarse, un Juan Esteban a medias escarmentado, lanzó por lo bajo:
–Ni modo, a papá le tocará comprarme una laptop.


Aldo Simetra


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