Ya no tengo moral. Mientras unos la doblan, a mí se me ha ido desvaneciendo junto con las nueve letras inútiles que componen la palabra “vergüenza” y que fui borrando una a una al perderme en la insinuación de sus ojos negros, en la provocación de sus labios prietos, en el carácter de su mandíbula tersa que me incitaba descarada a recorrer el camino velludo que iniciaba entre sus pectorales y serpenteaba hasta ese paraje infinito tan idéntico a aquel en el cual Eva descubrió un nuevo paraíso. Entretanto mi dedo resbala por el trémulo y pronunciado abultamiento de la parte frontal de su cuello, descubro dónde descansa el verdadero fruto del deseo y no la culpo por, antaño, caer en la tentación de morderlo.
– ¿En qué estas pensando?
–En pecar... –Mi dedo que ahora se encamina hacia su torso desnudo va dibujando un alfabeto que ni yo reconozco alrededor de su pecho. No sé ni me importa si escribo en griego, en latín o en arameo.
–Te expulsarán del Edén –me advierte sonriendo cómplice, deteniendo un instante mi mano que se aventura sin permiso y sin pudor en la profundidad del sendero.
–No del todo –retomo mi cometido y al alcanzar el final del recorrido susurro–: me permitirán visitarlo de a ratitos.
¡Cuánta misericordia encuentro en lo divino! Mi mano se ase al único tronco que se erige en el espeso terreno, el cual recibe el calor de mi tacto con un tenue estremecimiento. De arriba, en la copa, se escucha un seco silbido y las ramas inquietas acompañan el sonido.
– ¡Para...! Estate quieta un segundo –suplica sutilmente– Entre todas las formas de esclavitud que existen elijo esa que me somete a tus deseos, pero concédeme la libertad de retardar este momento.
El brillo inalterable de sus pupilas fulminando las mías me hace vacilar. Cedo. No obstante, manifiesto mi desacuerdo con un mohín. Tras acariciarlos con el pulgar, suaviza el rictus de mis labios y atrae su cabeza hacia mí. Hace varias escalas en diferentes partes de mi rostro para luego permitir que nuestras bocas se reconozcan y se pongan al día cual par de viejos conocidos que, al reencontrarse, se esfuerzan por recuperar en un instante el tiempo perdido. Deja la revista rutinaria a medias o la empieza más a fondo para abarcar otros rumbos de mi anatomía. Se explaya y disfruta impacientándome, lo reprendo por su lentitud excesiva halándole el lóbulo de la oreja con los dientes y cuando se incorpora para hacer lo propio y censurarme, como poseída por Eva, ¡le muerdo la manzana!
 – ¡Ehh! ¡Vas a arder en el infierno, bandida! –Protesta gruñendo para después apresarme aferrando mis muñecas.
– ¿En el tuyo o en el mío? –Replico retadora a la vez que él, ante mi ausencia de contrición, decide la penitencia que en breve me hará sufrir.
Me anticipa que no hallaré salvación ni en cien aves marías ni padre nuestro alguno. Yo, lejos de pedir auxilio, clamo en silencio por si se me escapa un grito nadie acuda a rescatarme. Rezo en vano para complacerle al tiempo que sus dedos cobran vida y se convierten en aviesos andarines que reproducen en mi cuerpo rastros placenteramente nuevos. La destreza oculta entre sus manos es... me-me... Las sensaciones que emprenderán la huida junto a la peligrosa prisionera de sus labios... Las ¡ah! Las tur-baciones generadas por su respiración que-que estoy segura producen tornados al otro lado del planeta... El vértigoo-¡ooh, síí! de sopo-ortar su peso y a igual tiempo buscar sostén en él te-te temiendo perder el equilibrio al borde del abis-mmm-mo y romperme en dos ¡aaah-ahh! o en ci-eeen, o que él se rompa en mí en dos o-oh-ooho  en-mil...
– ¡Dios te salve, ¡o-oh!, padre mío!
–Esa plegaria no la conocía... ¿Se encuentra usted bien?
– ¡Aah!, ¿a-ah?
– ¿Que si se encuentra bien?
–Sí-ahh, digo, uhm, ¡sí...! bi-bien.
–Parece usted a punto del desmayo...
–Eh, ¿sí? N-no, estoy bien, la ver-dad.
¿Lo estoy?
–Pero si tiene la frente perlada de sudor, ¿puedo ayudarle en algo?
– ¡Ahh! –Suspiro– ¡Si se quitara esa...!
Una serie de imágenes vuelven a tomar su curso en mi cabeza como una descarga de centellas y...
– ¿Qué dice?
¿Ah? ¿Qué? ¿Qué he dicho?
 – ¿En verdad está bien?
Lo miro casi rozando el descaro, él enfundado en su traje de luto...
“– ¡Modera tu apetito, modera tu apetito!”.
“– ¡Jamás!”. 
Si supiera que minutos antes nuestros cuerpos desnudos nos servían de vestimenta y abrigo... Y ahí están sus ojos negros perversos, sus labios que dan sed y la sacian – ¡que no se te noten, mujer, las ganas de beber agua!–, su barbilla retadora dándole sombra al fruto prohibido – ¡ni tampoco las ansias de morder... de comer!– y señalándome el sendero al paraíso, acaso el mismo que el de Eva u otro distinto – ¿será igual de velludo a cómo lo imagino?–. ¿Y mi moral y mi vergüenza? No pase lista que ninguna hará acto de presencia...
–Se lo aseguro... padre.
La última palabra sale de mi boca con la misma dificultad y penuria con la que se hace una confesión aunque, por supuesto, no espero la absolución. Huyo de la iglesia sin siquiera persignarme mientras en mis fantasías otra reproducción mía, en otro contexto y decorado, se queda a mitad del éxtasis con la vista perdida en dos oscuros hábitos que, uno sobre el otro, hacen bulto en un rincón del escenario. Odio que las prendas logren entremezclarse hasta tal punto en el mundo de las ilusiones, me enferma su confirmación velada de que quienes las usan no pueden alcanzar un nivel similar de intimidad en la realidad.
La oración se me queda pequeña –o grande, según se vea– para consolar mis males. Me pregunto por qué la palabra "amén", que está designada para que las cosas sean, solo por estar mal acentuada yo no puedo usarla para cumplir el deseo de amar y ser amada, de amar y que me amen; ¿por qué no dejarle únicamente a los dioses, los santos y los escritos sagrados, cualesquiera que sean, aquello de entregarse con el espíritu, mas no con el cuerpo, y olvidarse de hallar gozo y regocijo en la carne? ¡Que yo soy mortal y humana, y tengo derecho a encontrar un mínimo resquicio de dicha y plenitud en esta existencia mundana!
– ¿Y tu moral? ¿Y tu vergüenza? ¿Ah, alma pecaminosa?
– ¡¡No pase lista, ninguna hará acto de presencia!!
Siento un cúmulo de miradas sobre mí, me acosan obrando un efecto semejante al de un sinfín de índices acusadores cuyos extremos intentaran darme alcance. No sé a quién le he contestado lo anterior o si en realidad alguien me lo ha increpado. Adivino la sorpresa y el desconcierto tomar forma tras mis pasos. Ruego porque nadie siga el rastro. Rompo en risas.
– ¡Jajaja! ¡Ro-ga-ja-jaaar! ¡Por amor a...! – ¿Dios? ¿Cristo? ¿Quién?
Trago saliva. Mis pensamientos me abruman. Por toda pregunta, con o sin respuesta, una nueva interrogante y la misma disyuntiva atravesada entre cada sien. Veo rojo. Un rojo que me asusta y me tienta, que me hace dar marcha atrás, mas antes de dar la espalda me seduce. ¿Arderé en el infierno o ya estoy en él? Me ataca una carcajada silenciosa y frustrada seguida de un “no lo sé” y al unísono se manifiesta una réplica, mitad alivio, mitad pena... La oscuridad reinante en mi aposento invoca sombras y voces que me empiezan a lamer, a morder. Sucumbo a ellas. Tal vez me estén convocando para prenderme en llamas o ya me he quemado en vida de tanto arder. 






Un velador de la luna y un nombre desordenado. Una antítesis que cogió forma antes de quedar de lado. La pluma que contiene la tinta, el guardaespaldas del sello. La pataleta que hacen las "letras" a oscuras, en singular y a la inversa con dos consonantes en permanente protesta. La seguridad y la confianza ciega que aun se puede empeñar en palabras. La piedra facetada que refleja otras caras. El autor, el personaje y el texto tomándose un café en la trama. Un Hyde a plena luz del día carente de maldad y maña.
Le temo a las esquinas que esconden arrugas del tiempo, a las formas de mi sombra proyectadas al espejo, a usar el suelo de sombrero y el alma, de colador; a que un silencio roto me carcoma los sesos y me resquebraje el interior.
El dos en uno. El uno en dos.
Odio que otro elija la sustancia que puedo respirar, compartir celda con quien la construye y que un prisionero sea mi celador, estar seguro de que "ser vivo" es un eufemismo y saberme mortalmente efímero.
Eufemismo... Efímero...
Si existo, nací con un aliento y desapareceré con un suspiro. Si soy, no lo he sabido.
Hoy es 17 de noviembre, me habría gustado nacer un día como éste. Tal vez, coincida con el de mi muerte...


Aldo Simetra



Relacionado con: ¿Quién Somos?

Obra de David Walker

Guardo sus ojos como un pase privilegiado al paraíso, su forma de mirarme como la respuesta a cada una de las incógnitas del Universo, esas pupilas en las que todo tomaba forma y entre las que yo encontraba dos de los siete cielos. ¿Quién fuera nube para perderse en ellos?
Guardo su boca como antídoto contra el veneno, sus labios suaves como la retribución del karma por todo lo bueno que hice o lo malo que dejé de hacer, su aliento como elixir divino que oxigenaba mis días muertos. ¿Quién fuera aire para transformarse a cada segundo con un soplo de su ser?
Guardo sus palabras como mantra salvavidas, la voz con la que las pronuncia que ajusta y entona las manecillas de mi reloj vital, la perfección con que sabía acentuarme la felicidad y hacer átono cada asomo de tristeza. ¿Quién fuera vocal para reafirmarse con su fuerza?
Guardo su sonrisa lenta, su carcajada precisa, el carácter de su nariz aguileña, la firmeza de su gruesa barbilla, su determinación de oídos sordos, su escucha atenta a mis quejas, el consuelo de su tacto, su querer a manos llenas. Sus manos...
Guardo sus manos y lo que hacía con ellas. La artesanía con la que aprendió a tallarme, el temple con el que supo domarme veranos y espantarme inviernos, los sueños construidos por sus dedos, cómo sus yemas acallaban mis dolores y sus puños se enfrentaban a mis miedos, las memorias impresas por sus huellas dactilares, la forma en que me guiaba en un mundo en el que la mayoría va a tientas, mi asidero cuando me empeñaba en caminar por la cuerda floja, su agilidad siempre alerta ante mi ausencia de equilibrio, sus palmas abiertas las 24 horas al concilio para darle tregua a mis martirios.
¿Guardará también mis manos...? No importa. De todas formas, las suyas, esas que un día se creyeron o creí mías, ya deben haber encontrado otra dueña, quizá igual de temporal a lo que lo fui yo o tal vez, más eterna. ¿Y quién fuera? No lo sé y repito: no me importa; aunque a veces me encuentre al desnudo y me invada una sensación de abandono al saber que a otra visten.
Pero nube que se pierde en sus cielos al mirarle, brisa transformada con sus suspiros, vocal con felicidad acentuada y guardiana de esas sus manos talladoras, yo y ninguna. No por presunción ni egoísmo, sino por la completa certeza de que otra con sus ojos no podrá verlo ni percibirlo del mismo modo que lo hacen los míos.
Cual vestigios latentes de lo vivido me quedan un par de boletos al edén descontinuados, un frasco de extracto de besos curatodo vencido y dos fonemas inconexos e incompletos con los que a duras penas se puede formar un saludo.
Por eso, en la distancia, levanto mi brazo al verle; me corresponde con su sonrisa lenta mientras muestra una de sus palmas siempre abiertas a la tregua y al concilio. No sé cómo, pero una brizna de felicidad acentuada me asalta por sorpresa haciéndome distender los labios y entonces, aunque en voz alta no lo admito, lo bendigo a él y a todo lo que de él guardo, a sus manos y lo que hicieron conmigo.





Las estrellas nos miraban desde arriba. El hombre extendió sus brazos para abarcar todo cuanto le pertenecía más allá del horizonte. Yo, con los pies desnudos, tuve que morderme la lengua para no revelar la verdad que él ignoraba: la tierra no conoce dueño, elige a quien servir a través de sus pisadas. El hombre seguía explayándose en la extensión de su poderío, el suelo empezó a mostrar cansancio ante su irritante peso y la frialdad de su lengua. Cuando volteé para advertirle, no vi más que al viento deshaciendo la huella de su calzado en la arena.






– ¿Te has fijado alguna vez en cómo juega el gato con el ratón luego de haberlo cazado? Lo manotea de lado a lado, lo deja alzar sobre sus patas moribundas y recorrer torpe un trecho para luego enviarlo de regreso con un corte nuevo producido por el impacto de sus garras; esto se repite durante una tortuosa jornada, hasta que el roedor no puede moverse más que uno o dos centímetros. Entonces el gato, ufano, se agazapa vigilante en un rincón como burlándose de las esperanzas del ratón. Al rato, necesita un poco de movimiento o acción, se acerca a su presa, la huele, le propina un par de pequeños manotazos, pronto se aburre, la diversión se acaba y sus patas castigadoras no dudan en arremeter de forma definitiva contra el roedor. A veces basta con eso para abandonar finalmente el cuerpo inerte a su suerte; otras, percibe el olor de la sangre y la carne fresca y en un instintivo gesto lame, abre sus fauces y, con fruición, mordisquea.
– ¿No es un tanto cruel?
– ¿Qué no lo es? Me has pedido un paralelismo simple entre la vida y la muerte, y ahí lo tienes.
–Ya. Pero ¿cuál es cada cual?
– ¿Ves? Eso es justo lo que aún no me queda claro. De lo que no tengo duda es que somos ratones a la espera de ese último zarpazo.


Aldo Simetra




Un par de azulejos la miraban roja.
Un par de amapolas saboreaban su trino.
Volaron lejos y sin regreso los primeros.
Se marchitaron mustias y sin prisa las segundas.





Relacionado con: Trapecistas, Trapecistas II, Trapecistas III
The Silence Many Faces - Suliman Almawash

Curiosa esa inclinación del ser humano a usar disfraces como si viviera huyendo de quién es o no se hallara satisfecho con la vestidura que lleva. Hace una carrera de vida para licenciarse en ser distinto ignorando que es un objetivo estúpido e innecesario cuando ya se es único. Pierde tiempo siguiendo modelos sin reparar en que haría mejor inversión de sus horas modelándose y/o moldeándose a sí mismo y cuando se percata de que también está desaprovechando la oportunidad de ser su propio ejemplo al intentar adaptarse al de otro, ya ha borrado gran parte de su esencia.
Tal vez ese afán de enmascararse obedezca a la desazón de sentirse extraviado o a la necesidad de abarcarse por completo en una idea o concepto concretos (como si a diario no tuviera que enfrentarse a unos nuevos). Un entero despropósito si se toma en cuenta que el ser está en constante transformación: no acaba de tener plena conciencia de lo que en sí es, cuando ya está por convertirse en algo más. Sin embargo, no cesa en su empeño de encubrirse bajo cualquier tipo de artificio –cosa, al parecer, mucho más fácil en comparación con mostrarse naturalmente a sí mismo–, piensa requerir de cierta pantomima para mimetizarse con su entorno y olvida que siempre puede hacerlo sin cambiar de rostro.
Lejos de criticar esa predilección del ser humano hacia las caretas, lo censurable es la farsa que representan; ese morbo por usarlas pretendiendo que lo identifiquen a sabiendas de que a la multiplicidad de caracteres llevados por cada cual por dentro, no puede asignársele una envoltura diferente a la piel que habite.
 ¿Que qué hay de mí en esto del ser? Ya lo he expuesto: soy partidaria de conocer y convivir con cada una de las facetas que nos caracterizan sin asignarle traje alguno a ninguna pese a que no se pueda evitar ponerles nombre. De esta manera, he sido bufón cuando mis ocurrencias, desatinos y desperfectos han inspirado en otros la risa, payaso al reírme con alguien al mismo tiempo que me reía de él, zombi cuando se me han despellejado hasta perder forma la voluntad y las virtudes, momia al intentar preservarme intacta en el presente o el pasado y descubrir que por más métodos de conservación utilizados, tarde o temprano, el tiempo termina causando estragos. He sido bruja al hechizar a otro sin necesitar varita, vampiro al nutrirme a disgusto o por placer de la vida de alguien más, licántropo cada vez que la luna me hace perder los sentidos o cada que la uso de excusa para perderlos, depredador y presa cada que la naturaleza me recuerda, a mi pesar, que solo el más “apto” sobrevive y alienígena siempre que la Tierra me trata como huésped. He sido ilusionista cuando la realidad se me ha tornado pesadilla, aprendiz de mago cuando me ha tocado hacer malabares con los elementos puestos a mi alcance, diablillo cuando la maldad ha querido entretenerse conmigo y uno que otro vicio me ha hecho un guiño, angelito cuando me ha podido la inocencia o cuando, dejándome a merced de los sueños y el silencio, el cansancio me ha vencido. He sido víctima y verdugo cuando me han y me he castigado sin escrúpulos o cuando mis prejuicios han mandado a la guillotina sin recelo a más de uno, y hasta diosa todopoderosa al imbuirme de la egolatría y el egoísmo que supone creer que el mundo me pertenece y por ende debe circunscribirse a mis designios.
He sido... no más que otro "ser humano" que abusa en demasía del conjunto a modo de sustantivo y que intenta a diario resarcirse sacándole el máximo provecho como verbo. En resumen: no soy, sino que simplemente estoy siendo.
Aún así, o quizá por ello, continúo juzgando curiosa esa tendencia a usar disfraces cuando en nuestro fuero interno ya vamos revestidos de nuestras personalidades.






– ¿Era usted amigo íntimo de la Sra. Bastile?
Yo a ella podría bosquejarla o reconstruirla sin robarle al pintor su pincelada precisa ni al escultor su modelado perfecto.
–No en realidad.
– ¿Cómo describiría su relación con ella?
Podría inmortalizarla con el clic de un parpadeo sin pedirle prestado al fotógrafo su destreza para evaluar el mejor ángulo y capturar en un instante la magia de su existencia. Podría escribirla en un aria, hacerla melodía, tocarla a ciegas y alcanzar cada una de sus notas con una excelencia tal que el don del más dotado músico me estaría de sobra.
–Mejor de lo que cabría esperar.
– ¿Es cierto que su trato sufrió un deterioro al ella contraer matrimonio?
Ningún arquitecto encontraría un modo de proyectarla centímetro a centímetro de forma tan exacta a como yo lo hiciera y aun así, era otro quien la pintaba y modelaba, otro quien tenía el privilegio de hacerla música, de eternizar en una imagen algún momento furtivo de su paso por la tierra y con quien se proyectaba a kilómetros del ahora en algún lugar deforme del mañana.
–No es de su incumbencia.
De a poco se me fueron entumeciendo los dedos de no poder deslizarlos por la tersura de su cuerpo, me supe a oscuras al no poder encontrarme en algún deslumbrante rincón de su ser, se me secó la boca y se me ranció el gusto al no poder saborearla, se me agrió el ánimo de tanta risa ausente de ella y de tanto chiste que no alcancé a usar para provocársela. Mis actos se fueron convirtiendo en gestos mecánicos que continuaban reproduciéndose por obra de la inercia o la costumbre y yo, en un autómata de carne y huesos que eventualmente satisfacía una u otra necesidad fisiológica.
–Entiendo. ¿Puede dar cuenta de dónde se encontraba el pasado martes sobre las 7:00 pm?
–Por supuesto.
Del resto, todo era ella: su rostro de ojos despiertos al doblar la esquina, el roce de su tacto entre la multitud, la sombra de su silueta al cruzar la calle, el calor de su aliento colándose por mi cuello al atravesar un apagado y desolado callejón, su aroma persiguiéndome o guiándome hacia un encuentro con ella que jamás se dio, su voz perdida en los trozos de otras conversaciones, entre los diálogos del programa de turno en el televisor, en el coro de alguna canción olvidada o desconocida, en el llamado de mi nombre en boca de algún extraño y en cualquier recoveco del silencio en donde su memoria hiciera eco. Ella era todo y dentro de esa totalidad lo único no inmerso o sobrante era yo.
– Le escucho.
– ¿Por qué habría de decírselo?
Me fui volviendo nada en los bordes de su existencia y ella, en ese algo enigmático al otro lado de unos límites cuyo traspaso estaba vetado para mí. A menudo me sentía como un indeseado observador del desglose de sus horas, como un patético curioso de una escena del crimen que vigila atento cada movimiento desde el lado externo del terreno demarcado por la franja amarilla, preguntándose qué ocurre realmente y sin el morbo satisfecho de formar parte o poder intervenir.
–Un sujeto con su descripción fue visto en los alrededores de la residencia de los Sres. Bastile a horas cercanas a las que se cometió el crimen.
No obstante, había algo mágico en mirarla aun sabiéndome ajeno a su cotidianidad. Bastaba con que la captaran mis retinas para sentirme despojado de mi penumbra, para creerme de nuevo actor de un papel, aunque minúsculo, en el devenir de sus días; se me desentumecían las manos, recuperaba el sentido del gusto, mejoraba mi ánimo, recobraba esa vital sensación que menguaba in crescendo al acentuarse su ausencia y mi voluntad se rebelaba de los dominios de la inacción y la inercia. Pero esa misma magia se volvía en mi contra al perderla a ella de vista y descubrir que las maravillas recién obradas se evaporaban cual efectos fugaces de una ilusión trucada.
– ¿Y qué con eso? La ciudad está llena de sujetos con descripciones parecidas.
–No tan detalladas como la suya. ¿Habrá alguien que pueda corroborar dónde se encontraba el pasado martes entre las 7:00 y 9:00 pm?
Entonces, se me endurecía el cuerpo y el alma; todo mi ser se comprimía en un deseo irreprimible, en una necesidad que prevalecía sobre cualquier otra y cuya satisfacción se me hacía cada vez más acuciante a medida que amenazaba con sepultar en vida mi humanidad.
– ¿Acaso insinúa...? ¿Por qué mejor no lo averigua por sus propios medios?
– Lo hago, Sr. Yansen, pero no está siendo de mucha ayuda.
Era escasamente soportable que ella fuera a la vez todo cuanto me faltara y sobrara. Me invadía un sentimiento asfixiante cada vez que... que la encontraba en cualquier sitio y en ninguna parte. Se me trastocaban los sentidos al ver... ver-la... verla despertar al final de una cuadra, sen-sentir su toque entre la gente, repasar la silueta de su sombra sobre el pavimento, adivinarla tras mis pasos por un callejón para luego castigarme la nunca con su respiración, perderme siguiendo... siguiendo cada rastro de-su su olor y enloquecer intentando distinguir el origen de los ecos de su voz. ¡Vomitaba-bilis-de-ser-nada-dentro-de-su-totalidad! y se me... se me retorcían las entrañas por el simple hecho de de-de... ¡de tener que contemplar...! De contemplarla a ella, a la mitad de lo que ella abarcaba, el espacio que debió serme o estarme reservado, ¡a mí y solo a mí!, ocupado por alguien más.
–¡Me temo que no tengo tiempo para hacer su trabajo!
–Ya. Imagino que  prefiere dar cuenta de ello frente a un juzgado.
– ¿Intenta intimidarme?
¡Estaba harrrto!! ¡Realmente harto de ser un mísero fisgón!, un patético intruso en las periferias de su existencia; ¡no toleraba verla una y otra vez salir a escena sin que se me permitiera desempeñar un rol en el acto! Por una última ocasión, ¡una-maldita-y-única-ocasión!, quería estar en el escenario con ella, dejar de ser un extra... ¡Cederle a otro las preguntas incompletas o sin respuesta, la curiosidad insatisfecha, el puesto de espectador al que no le queda más remedio que vigilar atento cada movimiento, ya sea desde la sala del teatro, en la distancia o desde el lado externo del terreno demarcado por la franja amarilla que con igual indiferencia restringe el paso en una estación de trenes que en un espacio dónde se ha llevado a cabo un crimen!
¡Eso quería...! Y eso hice.
–En lo absoluto. No es mi trasero el que peligra, sino el suyo. Le convendrá consultar un abogado y un consejo: no se aleje más de lo normal de su residencia. Tarde o temprano recibirá noticias mías.
¿Quién sabe? Quizá no alcance a dármelas...
Sé que muchos jamás entenderán mis razones, mis motivos... Me dejo seducir por la idea de consultar un abogado, pero tras mirar el reloj y caer en la cuenta de que todavía es demasiado temprano para llevarle a ella flores, la rechazo.


Aldo Simetra



The world above - Brooke Shaden

¡Ay!, dolerme en mí, me agobia.
Es esta sensibilidad bruta,
acorde al derrame de lágrimas sin atino
(y a destiempo),
en contra de la regla general de la sonrisa perenne,
a favor del desconsuelo...
(y de los fingimientos).
Pero río, lo confieso.
Y si la ocasión se presta
hasta me carcajeo
de manera irreverente,
aunque cueste y aunque pese;
el brillo que asome a la mirada
fácil puede pasar por felicidad
siempre que reluzcan los dientes.
No, no...
No es un futuro llanto
lo que humedece mis pupilas
ni una pasada y recurrente herida
la que lo propicia
ni mucho menos sus consecuencias,
ya te digo:
esta individualidad resistente a la presencia de otro
a la compañía,
esas ansias de multitud y rebullicio
esquivas,
ese voto de silencio y de secreto
voluntario,
esta enajenación y ensimismamiento
aciagos.
¡Ay!, dolerme en ti, me abruma.
Me reprocho esta susceptibilidad mía
(tan absurda)
(tan estúpida)
tan inclinada a hacer propias las tragedias ajenas,
(las tuyas)
y sufrirlas y sentirlas
hasta quedar hecha polvo
o en ruinas.
Y te arruinas y me arruino...
Ojalá también pudiera ser
que me arruinara y te arruinaras a la vez...
Cumplir el sueño de ser reliquias,
dejar de ser escombros cada dos por tres.
La tierra levantada por esta certidumbre
me escocerá los ojos,
pero sonreiré
(irónica)
hasta más no poder.
Hasta que me tiemblen los labios,
hasta que se me quejen las mejillas
y los párpados,
hasta que el pensamiento no distinga
entre saber amar y saber a mar,
y los sentidos se pierdan investigando
de cuál enunciado
extraer más sal.
Hasta que la respuesta los coja por sorpresa
al nacer una gota
en la comisura de la vista
para suicidarse rauda
en la comisura del gusto.
Hasta que vuelva a dolerme o...
hasta que deje de hacerlo.
¡Ay, dolerme...!
Seguirá doliéndome...
En ti,
en mí,
en nosotros.
En esta sensibilidad tan ignorante y
desgraciadamente bruta,
en esta susceptibilidad tan inverosímil y
desgarradoramente absurda,
en esta rabia coagulada
que me estanca la sangre en las venas,
en esta pútrida cicatriz que nunca cierra.
¡Ay!
"¡No te hurgues la herida!
¡No te hurgues la herida!",
dicen
mientras sin saberlo
ya le están poniendo el dedo.
Pero sigo la regla general
(a toda costa),
brota una risa amarga de la garganta,
donde antes se han disuelto las palabras
que no han sido ni serán expresadas;
aunque, ¿quién va a saborearla?
Y ahí está,
ese brillo en la mirada,
la estructura ósea de mi boca saliendo a escena
en una abierta dentellada.
La negación:
que no, ¡que no!
¡Que no es llanto ni herida
ni mucho menos sus consecuencias
la carcajada lo confirma...!
Hasta que me tiemblen los labios,
hasta que se me quejen las mejillas
y los párpados,
hasta que el pensamiento no distinga
entre saber amar y saber a mar.
(¿De dónde se extraerá más sal?)
Hasta que nazca una gota de las pupilas
y muera
(de forma accidental o provocada)
en mis papilas gustativas.
Hasta que me duela de nuevo
una y otra y otra vez o...
hasta que deje de hacerlo.
(Desconsuelo)
Bárreme los escombros de estas ruinas,
sus restos.
Y, por favor,
procura que el polvo no me cale dentro.




Retrato de Lee Jeffries

Los fines de semana siempre me han parecido días muertos. Hoy tocó llover. Mientras veo cómo se empaña la ventana siento que me falta el aire. Los vidrios mojados siempre me han transmitido una sensación de ahogo, de asfixia, como de ser pez y estar dentro de una pecera carente de agua y oxígeno, y sin el consuelo de boquear. No es raro que tienda a dejar la ventana, o alguna otra cosa que le haga las veces, abierta; aún a riesgo de que se inunde el piso o que se mojen los muebles. Da igual. Que aquí, muebles, los justos. Y piso, lo que se llama “piso”... yo solo agradezco que haya algo sobre lo cual aterrizar luego de despertar, como que se me encajan las pesadillas cuando pongo los pies en el suelo y redescubro que no se ha movido de sitio la realidad. Ahí es cuando me tomo la primera medicación del día, que no es más que un buen trago de fantasía. Una porción de ilusión, la justa, que me mantenga en pie y me obligue a alejarme de la cama a pasos cortos pero decididos, para no caer en la terrible tentación de aferrarme a soñar de la forma más cómoda, segura y menos dolorosa: dormido.
– ¡Chacho! ¡Que se no’encharca el rancho! ¡Cierra esa vaina!
Ahí está la vieja, como siempre. Extendiendo su protección sobre las cuatro paredes que habitamos, cuando deberían ser éstas las que extendiesen su protección sobre quienes la habitan. Sé que en secreto también busca darme resguardo a mí, como si yo fuera un desahuciado incapaz de pedir auxilio y ella, un familiar cercano que le profesa el suficiente cariño para darle amparo y no dejarlo a su vera aunque se lo pida a gritos. Sin embargo, la ventana, o cualquier cosa que le haga las veces, se mantiene abierta y ella no hace más que negar con la cabeza.
Hace algún tiempo desistió en su intento de meter en cintura mis malos hábitos, mis desatinos de turno en turno. Creo que calladamente me dio por perdido en el momento en que se dio cuenta de que no podía domarme las nostalgias, que no surtía efecto arrinconarme los recuerdos ni vapulearme las tristezas con algún compendio de vitalismo o algún frasquito de felicidad añeja recién adquirida en la botica del vecino.
– ¡Coño’e la madre, chacho, cierra eso! Se no va a caé’ el techo encima. Acércate na’ má’ y mira cómo diluvia ahí fuera.
– ¡Pero, vieja! El techo no se va a venir abajo por una ventana, o cualquier cosa que le haga las veces, abierta. ¡Y apártese de allí, coño! Que quien se va a caer es usted. Y ahorita no estamos para celebrar cadáveres, lo sabe muy bien.
Los dos lo sabemos, más bien, de sobra. Desde hace mucho lo único digno para nosotros de ser celebrado es el hecho de poder celebrar precisamente nada, ¡y que no se diga que no celebramos algo! De cualquier modo, ahí está la vieja, como siempre. No se aparta y se queda viendo la lluvia caer. A veces pienso que sus provocaciones y reclamos no son más que su manera de mantenerse comunicada conmigo, de evitar que cada uno quede relegado a su particular abismo, en donde los únicos frecuentes y bien recibidos visitantes son el silencio y el olvido. Una lástima que la memoria no siempre nos honre con la presencia del último.
–Aprovecha’e da’nas buena’ bocaná’s de aire, que’tá subiendo la quebrá’ y va’pestá’ de lo lindo. ¿Y si cerramo’ la ventana, o lo que sea que le haga las vece’?
Sonrío irónico y niego al tiempo que inspiro profundamente, preparándome a despedirme hasta nuevo aviso de respirar un aire soportable. Ella también llena sus pulmones y se resigna... a mantener la ventana, o cualquier cosa que le haga las veces, abierta y a la podredumbre que se avecina, como si no fuera suficiente ya cargar con nuestras propias pestes: el tufo a calcetines sucios de la dignidad y el orgullo golpeados, el del vómito emanado de las virtudes perdidas, el de la sangre seca de las injusticias y violaciones recibidas que nos envenena las entrañas, el de basura rancia desprendido por la doble moral camuflada, ese hedor acre que se pega a las fosas nasales cada vez que la esperanza es asesinada de un tiro certero en el corazón o la cabeza, ese otro amargo y fermentado característico de las muertes grandes o pequeñas, el del óxido que desprenden con una frecuencia endiablada todas nuestras privaciones; el de la orina, ¡qué insoportable!, que brota cada vez que la libertad se nos prostituye; ¡y ni hablar de la fetidez del conjunto!, de cómo y a qué hiede la colección de miserias que de a poco dejan su impronta en uno y van corrompiendo el alma, la conciencia y los sentidos...
– ¡Mieeerrrda!! –sí, justo así y a eso apestan–. ¡Qué hediondé’ tan arrecha! Ahora sí que da lo mismo cerrá’ o dejá’ abierta la vaina esa.
La verdad habría dado lo mismo antes que ahora, pero no se lo digo. ¿Para qué? En días como estos y como otros muchos, a falta de otras cosas, las palabras sobran. Y sobran no tanto porque estorban, sino porque abundan. ¡Ojalá pudiera ser tangible su abundancia! Llenarme el estómago al recitar “comida”, saciarme la sed al pronunciar “agua”, espantar el frío al gritar “fuego”, abultarme los bolsillos al clamar “dinero”... Hace rato que quiero carearme con quien alguna vez mencionó que las palabras eran alimento del alma (el muy canijo omitió que la insustancialidad las abarcaba y que por extensión no podrían más que nutrir a lo que fuera de vacío), descalabrarle la mandíbula para que su dentadura se empareje con la mía y de ese modo descargar un poco el lastre de tener que sobrellevar un cuerpo hondamente herido en el espíritu y la carne.
Sigue lloviendo. La ventana, o lo que sea que le haga las veces, se empapa a más no poder. Me siento pez de cartón a la intemperie, con la cola aplastada sobre el áspero y helado suelo, y sin que me consuele boquear. Aquí ya se inundó todo lo que se podía inundar, sea de madera o de piedra sin labrar, da igual. Me pregunto si agradecer o no el haber aterrizado al despertar, si no sería preferible seguir volando con los sueños desencajados, las manos entre las nubes y la imaginación arrumbando a ningún lugar; dejar de medicarme tantos tragos vanos de irrealidad sosa que a duras penas me ayudan a sostenerme y a estirar las piernas dando pasos dubitativos para no caer en la tentación de abandonarme a vivir de la forma menos penosa, arriesgada y más placentera: dormido.
– ¡Chacho! ¡Ven a ve’, ven a ve’! La de cosa’ que arrastra la quebrá’. A mí me daría miedito caé’ en esas agua’.
– ¡Qué voy a estar viendo yo, chica! Dicen que también arrastra gente, ahí tal vez sí me paro a verte.
– ¡Na’guará, chacho! ¡Tú sí me quiere’, vale!
–Sigue ahí para que veas que ni tiempo a que te dé miedo te va a dar...
–Pero, chacho...
– ¡Aléjate de ahí, no joda!
– ¡¡Cha-chaaaarrrchooooo!!!
– ¡Vieeeejaaa!!
¡Mierda!
Días muertos, como todos. O días de muertos, da igual. Pienso que quizá debí haber cerrado la ventana; aunque habría hecho falta tener una o cualquier cosa que le hiciera las veces, para empezar.


Aldo Simetra



Obra de Audrey Kawasaki

Hay una idea tendida entre las cuerdas del pensamiento
la he puesto al sol a ver si se seca o la pudre el recuerdo
mientras tanto, hace sombra sobre los deseos que pasan
frente a la puerta de la casa en donde mueren las ganas.

Esa misma idea que pende entre el tenerte y no tenerte
me hace confluir en la esquina en la que la nada se pierde.
Tampoco es que todo se gane, no sueñes, no inventes,
es solo la nulidad rodeando la cuadra de forma perenne.

Y yo, calma, recorro calle arriba y calle abajo la avenida
rogándole al cielo que las nubes no precipiten el olvido
que los anhelos sigan cruzando campantes la travesía
y sin detenerse frente al edificio, continúen su camino.

¡Esa residencia mustia en la que las ilusiones perecen...!
¡Esa idea pendiente y terca que extinguirse no quiere...!
Sigo basculante entre los claroscuros de sus reveses.
La avenida se queja, sus calles se cansan de sostenerme.

Más tarde que temprano me detendré frente a la casa
atravesaré su puerta triste y la cerraré tras mi espalda
el silencio homenajeará restos de esperanzas caducas
una vela alumbrará la ceremonia si se ausenta la luna.

Entonces mi voz intentará alcanzarte en la distancia
te tengo en la memoria y no te tengo...
le reclamará a la noche tu abandono, tu tardanza
he salido a la calle a esperarte y no has llegado...
mi pensamiento descolgará el tendero con el sueño
¿es que acaso, amor, ya me olvidaste?
y la almohada, mansa, absorberá la sal de tu recuerdo.




Fotografía de Wojciech Grzanka

–Las lágrimas, para rodar, ¿qué rito siguen?
–No sé, hace rato que me inundan sin motivo.
–Ver una cinta trágica para encontrarlo es triste.
–Lo sé. Y más seguir llorando a su final sin haberla comprendido.
– ¿De qué trataba?
–Un trozo de vida cualquiera, supongo.
–Mmm... Vivir, ¿tiene algún sentido?
Se encoje de hombros.
–La vida, ¿qué sentido tiene? –Insiste.
–Ninguno. Creo. Te echan a vivirla sin siquiera consultarte y de ahí ya se ven malos augurios.
– ¿Y qué deberían preguntarte?
–No sé. ¿Quieres nacer? O ¿quieres nacer allí? Como mínimo. Uno debería poder escoger qué mundo espera alumbrar con su llegada.
–Parece que eso no es asunto abierto a discusión. Y lo de la luz que traes... deberías ponerlo en duda.
Suspira y hace una mueca.
–Es la tierra siempre, de todas maneras. Eso es unánime.
– ¿Cómo lo sabes?
–Es el único planeta que necesita público para girar hacia ninguna parte.
–Puedes decidir si estar entre los espectadores o dentro del espectáculo.
– ¿Hay alguna diferencia? Todo se reduce a dar vueltas sin sentido hasta que un día te convences de que solo te mareas y gritas: ¡me bajo, detengan esta mierda!
– ¿Y después qué?
– ¿Después? Después te enteras de que hay solo una salida, justo donde la muerte celebra y obsequiosa te agasaja con una botella de vino.
– ¿Blanco o tinto?
–Tinto, claro, para que se consuma en la misma medida en que de tus venas ya no mane líquido.
–Ya, pero ¿te bajas?
– ¿Que si me bajo? Eso es justo lo que te cuestionan, pero solo por costumbre o protocolo mientras se mofan de ti entre dientes, causándote bochorno.
– ¿Te cuestionan? ¿Quiénes?
–Pues ¿quiénes más? Los que te oyen gritar.
–Ya, pero ¿tienen nombres, no?
–No sé, no sé. Solo sé que luego, tú, cobarde, llamas al tiempo, ¡ese usurero! Llamas a la vida, ¡esa maldita! Y les ruegas, les imploras y concilias...
– ¿Concilias?
–Sí. Les dices que ya sabes que te han deparado un sinfín de desventuras, pero que cojan pausa que tú aún no llevas prisa.
–Pero, ¿no te bajas?
Se encoje de hombros por respuesta.
– ¿Por vergüenza o cobardía?
–Por ambas, por ninguna. ¿Qué sé yo? Siempre hay más motivos.
–Dame uno.
– ¡No lo tengo! Es como con las lágrimas y su rito.
– ¿Verás una cinta para encontrarlo?
–Y llegar a su final sin comprender...
– ¿La cinta o el motivo?
– ¡Ambos! ¿No te das cuenta de que es lo mismo?
–Pero es que nada tiene sentido.
– ¡Es lo que te tengo dicho desde el principio!


Aldo Simetra



Pintura de Danny Galieote

El sábado era día de reunión obligada en la cuadra. Doña Cleotilde, Doña Hortencia, Tati y La Bruja, asistían sin falta a esas “fiestellas” que eran de entrada unas relajadas fiestas, según decían, pero que siempre terminaban en querellas donde se presumía hasta de las cosas más inocuas y superfluas. Cada siete días a alguien le tocaba poner su casa al servicio de la comunidad y entonces los vecinos, cada cual con una encomienda precisa que no podía rechazar ni delegar, se daban cita en el lugar.
En el encuentro ya se sabía que la concurrencia se dividiría en cuatro grupos y que los dos principales se formarían cuando los hombres se refugiaran en el salón o el patio y las mujeres, en el comedor o la cocina. Los primeros para conversar del deporte o del auto de la temporada, de tecnología o mecánica, de política y de mujeres (siempre y cuando las suyas no se enteraran); beber alcohol y recrearse la vista (si se podía). Y las segundas, para conversar de las prendas, los cosméticos y accesorios de moda, de farándula o del último cuento de la temporada, de recetas y de hombres (se enteraran o no los suyos); beber alcohol y recrearse la vista (también si se podía).
Los otros dos grupos de menor importancia, lo constituirían los rezagados carentes de empatía grupal y los hijos de los dos primeros, a quienes justo ese día se les levantaba la supervisión adulta con la condición de que se mantuvieran alejados y bajo ninguna circunstancia se dejaran caer bajo la lengua de sus papás u otros parientes y allegados de mayor edad. ¡A saber qué podrían escuchar...!
Bananito, aún muy joven para conocer los estragos que causaría en su vida semejante sobrenombre, tenía la lección aprendida sobre no velarle los labios a los adultos; en cambio, paraba bien las orejas, afinaba el oído y sabía cómo pescar un mueble tras el cual esconderse, un rincón por el que nadie volteara a mirar o una mesa vestida con un mantel lo suficientemente largo bajo la cual descansar.
Para el sábado que nos concierne, fue un armario lo que cayó en sus redes. Llevaba casi media hora entretenido escuchando a ña Hortencia discutir con la Tati porque en su juventud, según explicaba, conseguía más conquistas que ella llevando más ropa de la que se usaba ahora y mostrando menos piel, mientras ña Cleotilde afirmaba que en los tiempos de antes no hacía tanto calor como en los presentes y la Bruja les callaba la boca a una y a otra alegando que la primera de milagro había logrado sacarle un suspiro al tontorrón con quien se había casado y que la última no estaba en condiciones de comparar el clima de una época con otra atravesando pleno climaterio, cuando de improviso se abrió la puerta del armario.
Bananito estuvo a punto de creer que la diversión en esas veladas, por vez primera, se le acabaría muy temprano; sin embargo, se alivió al ver que quien se asomaba era la sobrina de sus vecinos de enfrente.
– ¡Búscate otro sitio para ti, mocosa! –Le espetó, defendiendo su territorio–. Aquí no hay espacio para dos.
La niña entrecerró los ojos y luego hizo amago de emitir un grito de molestia. Bananito se apresuró a taparle la boca y halarla hacia el interior del mueble temiendo que alguien pudiese descubrir su novedoso escondite. No tuvo que pedirle a la niña que no gritara, porque se mantenía callada sonriendo con aires de suficiencia. Luego el que entrecerró los ojos fue él cuando la escuchó decir:
– ¿Ves cómo si había sitio para mí? Y por cierto, tú eres el que lleva mocos en la nariz.
–Pues si no te gusta, ¡te sales!
– ¡Ash! Solo digo que respirarías mejor con la nariz limpia.
– ¡Shh, pecosa! Respiraría mejor si estuvieses afuera.
– ¡Listo! Al cabo que será más divertido ver cómo te sacan a coscorrones de esta cosa que quedarme contigo aquí.
No alcanzó ni a abrir el armario. Bananito la haló del vestido reteniéndola y entonces le gustó oír:
–Vale, mocosa, te quedas. Pero haces chitón.
–Me llamo Clarissa, menso. Y... ¿qué es lo divertido de quedarse aquí dentro?
– ¡Me da igual cómo te llames! ¡Juro que donde no te calles te lleno de mocos el vestido!
Esa vez la niña abrió la boca sin segundas intenciones, nada más que para expresar repugnancia.
–Ahora cierra el pico y escucha...

–...Durante algún tiempo salí con uno que se la pasaba hablando maravillas de su poderío y a la hora del té... ¡Jum! Resultó que más reino y castillo tenía mi sobrino. ¡Y eso que solo tiene dos añitos! –Se escuchaba la voz de ña Cleotilde.
–Seguro que luego quiso marearte diciendo que lo importante era el movimiento del barco. –Intervino ña Hortencia.
– ¡Pues claro! Pero yo ahí le advertí que vigilara las aguas dónde se movía, porque no era lo mismo navegar en ééésste mar abierto que en una lagunita...

– ¿Entiendes algo? –Reclamó la atención de Bananito.
– ¡Ni te creas que te voy a servir de diccionario!
–Pero...
–Shh, shh –la calló displicente.

–Yo, cuando se trata de palomas, prefiero una en la mano que ciento volando –opinó ña Hortencia, sin importarle si venía o no a tema–. Por eso hace años me decidí por una y, ¡aunque a veces la caga como-no-tienes-idea!, al menos no ha salido espantada como otras que solo me dejaron las plumas...

– ¿De qué hablan? –Insistió Clarissa perdida.
–Jijijiji. De las palomas del parque no va a ser, jeje.
–Pero...
– ¡Shh! ¡Shh!

– ¡Pues siga limpiándole las cagadas a su paloma! –Le replicó la Tati ufana–. Que igual, a esa edad que se gasta, no creo que cace otra. ¡Jajaj! Yo estoy muy joven para conformarme con una sin haber siquiera probado la cuarta parte de la especie.
–Debería empezar a pescaaar, mijita, hágame caaaso... –objetó ña Hortencia en tono cantarín, sin mostrarse ofendida–. Yo sé lo que le digo. Algún día el mar se le va a quedar sin peces o uste’, sin cebo...

–Pero ¿están hablando de aves o de pescado? –Inquirió la niña, cada vez más ofuscada.
– ¡Shh! ¡shh!
– ¡Puf! –Se desinfló, cruzando caprichosa los brazos ante las reiteradas solicitudes de silencio de Bananito.

– ¡Déjela que haga su tour de polla en polla! –Terció ña Cleotilde–. Un día de estos se va a topar con el gallo o la gallina de los huevos de oro y la van a mandar a volar. ¡Ahí sí la va a ver llorar...!

– ¡Anda! ¿Y ahora qué tienen que ver los pollitos?
– ¡Jijijiji! Pos nada. ¡Sí serás tonta! Jiji. No están hablando de esa clase de pollos. ¡Jijiji!
– ¿Ah, no? Pero si...
– ¡Shh! ¡Shh!

– ¡Ay, no! –Se quejó La Bruja a vox populi–. ¡Estas mujeres se reúnen no más que para hablar de pitos y ver quién lo suena o a cuál se lo han sonado más duro!

– ¡Eso sí lo entendí! ¿A que en un rato se escuchan los pitidos?
– ¡Jijijijiji! ¡Te crees que los pitos de los que hablan son como los que usan los profes de gimnasia en el cole! ¡Jojo...!
– ¿Ah, no?
– ¡Jijijiji, juju, ji-ji...! ¡No, mensa! –El niño se carcajeaba a partes iguales de la conversación y de la ingenuidad de Clarissa. Dentro del habitáculo del armario se le hacía cada vez más complicado controlar la risa.
– ¡Ay, no! ¡Entonces, ¿de qué hablaban?!
– ¡Jijijiji, jaja! No te digo.
– ¡Me dices o abro el pico! –Lo amenazó Clarissa, hastiada de escucharlo reírse y molesta por no poder ser partícipe de lo que le causaba chiste.
– ¡Jijiji! Va-vale. Pero conste que tú lo pediste...
Bananito, dando a entender que no le bastaba el hermetismo del cubículo, se posicionó muy cerca de la oreja de Clarissa y, tal si le contara un secreto, le respondió la incógnita entre susurros. Lo primero que hizo la niña al oírlo fue abrir mucho los ojos, pillada desprevenida, y luego la boca, mientras ambos iban alcanzando al unísono mayor abertura. Su inicial impresión fue creer que Bananito le estaba jugando una broma y quiso refutarle aquello, pero cuando el muchacho la arrinconó serio con un “¿qué te apuestas?”, empezó a hacerse a la idea de que tal vez, y solo tal vez, no le mintiese.
El reto se quedó a medias cuando a Bananito volvió a hacerle gracia alguna otra ocurrencia dicha del otro lado de la puerta del armario. Clarissa volteó la mirada hacia arriba, gruñendo, y pensando que igual no se podía creer en un tontuelo que se reía intercalando en un orden irritante los sonidos de las íes con los de las demás vocales. “¡Si hasta la risa la finge el muy menso!”, se dijo. No obstante, acordó salir de dudas con alguien en quien sí confiase.
Para la hora en que se encontró de vuelta en casa, el asunto había rondado suficiente tiempo su cabeza hasta que la necesidad de aclararlo por completo se le hizo irreprimible.
Observaban la tv en la sala de estar, retornando a la normalidad del hogar luego de tener que soportar los disparates de las “fiestellas” sabatinas. La madre de Clarissa hizo un alto en esa recién recuperada armonía para ir por algo de comida y a la niña se le ocurrió de pronto que tenía la oportunidad perfecta y la persona indicada para salir de dudas. Arrastrándose gatuna sobre la alfombra se postró a los pies del sillón en donde su padre descansaba con la mirada fija en un programa deportivo, le haló tierna e insistente el dobladillo del pantalón demandando su atención. El padre, que ya tenía aprendido a qué seguía ese gesto, hizo una mueca y fingió no darse por aludido. La niña, que nunca daba su brazo a torcer y dispuesta a salirse con la suya, se levantó del suelo de un salto y se le plantó en frente con los brazos cruzados obstaculizándole con toda la intención la vista de la pantalla del televisor.
– ¿Y ahora qué pasa, Clarissa? Quite de allí que no me deja ver.
–Quiero preguntarle algo, apá.
–Ahora estoy ocupado, vaya y pregúntele a su mamá que está en la cocina.
Ella nunca había entendido esa forma de estar ocupado viendo la tv.
– ¡Jo! No, apá, quiero que me responda uste’.
El padre se inclinaba hacia lado y lado del sillón para ganar visión, pero cada que lo hacía Clarissa se movía impidiéndoselo.
– ¡Clarissa! ¡Quite, que me voy a perder el partido!
– ¡Uy, pero porque quiere, apá! Si tan solo...
– ¡Ahhh, suelte, suelte a ver! –Replicó el padre vencido, desinflándose entre los almohadones del mueble.
Ahí sí se dignó a descruzar complacida los brazos y vacilante inquirió:
– ¿Por qué le llaman “paloma” a lo que tienes entre las piernas? –El padre se desencajó con la pregunta. Apenas intentaba reaccionar cuando escuchó que su hija agregaba–: ¿Acaso vuela?
–Ehh... ehm... –balbuceaba, buscando en vano algo qué contestar–. Bueno, esto...
– ¿Y por qué le llaman “polla”? ¿Acaso pía? –Contraatacó sin dejarle oportunidad de pensar.
“¡¿De dónde carrizo se ha sacado semejantes preguntas esta niña?!”, se cuestionaba atónito el padre. Por momentos lo invadían leves deseos de reírse, pero la presión de tener que dar alguna respuesta sepultaba cualquier amago de risa.
–Y si también le dicen “pito”, es porque silba, ¿a que sí?
A estas alturas el partido había disminuido en importancia y el hombre se encontró en un apuro negando y afirmando al mismo tiempo las declaraciones que la niña le expresaba.
–Bueno no... ehh, sí. No. Eh, quiero decir que si las palomas vuelan y las pollas... este, bueno, sí, pían... Pe... pe-pe... ¡¿Pero quién te ha estado hablando de esas cosas, mija?! –El padre, obcecado, buscó una salida alternativa.
Justo en ese instante la madre retornó a la estancia y los examinó con la vista. El padre guardó silencio. La niña, que había estado evaluando el tema por su cuenta, tras subir la ceja frunciendo el ceño con afán de curiosidad insatisfecha, pareció resumirle o referirle a su madre la materia en disputa en una frase:
 –Amá, ¿y nuestra cosita qué hace?
La madre, que vaya uste’ a saber qué cuentas había sacado, increpó a uno y otro con expresión encendida para luego sentenciar:
– ¡Camine pa’l cuarto, Clarissa! –Donde se le ocurriera a la niña protestar, invalidó su reproche chasqueando los dedos al tiempo que le señalaba con el índice el camino a la habitación y repetía, inflexible: – ¡Pa´l cuarto, dije!
Entretanto su hija acataba la orden le lanzaba al marido una mirada asesina en la que parecía clamar sin decirlo: “¡te vas a enterar, desgraciado, de con quién te casaste!”. La niña, sin ápice de culpa, pero tampoco indiferente a la escena, se retiró a su alcoba sacudiendo nerviosa una mano y pensando: “¡uy, la que se va a armar!”.
Una vez en la recámara, Clarissa pegó la oreja a la puerta cerrada esperando oír algo de lo que iba aconteciendo en la sala; no obstante, solo logró percibir a un volumen mayor el ruido de la programación del televisor. Se rindió. Se dijo que de todas maneras ya era hora de dormir, aunque el asunto todavía no le terminaba de encajar en la cabeza.
Como tenía por costumbre, antes de irse a la cama fue al baño y al momento de recolocarse la ropa íntima en su sitio tuvo una idea... De pie, frente al retrete, se dobló hasta posicionar su cabeza al nivel de sus piernas separadas y observó con detenimiento la intersección entre ellas. Tras unos segundos de contemplativo estudio concluyó:
–Bueno, alas no tienes...
Desde la misma postura, sopló leve su entrepierna y soltó aburrida:
– ¡Bah! Tampoco silbas.
Luego, le llamó la atención un pequeño bultito que sobresalía en el conjunto. Usando la yema de un índice le dispensó un par de golpecitos, tal cual hiciera con el pico de un pajarillo, para después espetar dubitativa:
 – ¿Será que hay que darte maíz pa’ que píes?
Dándose por vencida por primera vez en ese día, abandonó el examen resoplando consternada y se recolocó la ropa íntima, esta vez al completo. De regreso al cuarto mientras se metía entre las sábanas de su cama, no pudo evitar mirar decepcionada hacia su entrepierna. Entonces, antes de acostarse, negó con la cabeza bufándole por encima del pijama:
– ¡No me puedo creer que tú solamente mees!



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