Los goterones caen del techo y forman un charco en el piso. Lupita las imita con sus lágrimas que impactan raudas contra sus zapatos. Una por una resbalan hasta reunirse con el agua regada en el suelo. La mira Juan desde la quincalla de Don Andrés con expresión inquisitiva, pero no se atreve a cruzar la calle y preguntarle... Uno tras otro pasan los carros por la vía interrumpiéndole de momentos la visión de la niña, quien apenas si se percata de estar siendo observada.
—Aquí tienes: los caramelos, dos chupetas y una chocolatina.
Hace cuenta Don Andrés del pedido, mas el niño si acaso le ha oído. Se ha quedado con una mano sobre el mostrador mientras la posición de su cabeza y torso apuntan en opuesta dirección. Sin querer, el hombre descubre el centro de atención de Juan sentado en una de las bancas de las afueras de la tienda de pasteles de Sabrina y sin querer, otra vez, se enajena al ver a la mujer a través de la vitrina.
Se quedan ambos perdidos entre las brumas y ensueños inspirados por la acera de enfrente, la luz del sol se filtra tímida entre los residuos húmedos de la recién extinta lluvia y, de paso o a propósito, pone un toque de brillo sobre sus rostros.
Sabrina se limpia las manos sobre el delantal, se asoma al cristal de su local y mira a lo largo la calle. Lupita se enjuga la humedad de las mejillas, sorbe compungida de su nariz, retira la cabeza de sus rodillas y alza la vista. Ambas, queriendo o sin querer, aunque por separado y correspondientemente, se saben observadas al toparse sus miradas con el niño que compra en la quincalla y el hombre quien la atiende.
De improviso, tal si les viniera el alma al cuerpo, recuperan el movimiento, descubiertos, nerviosos, azorados... Juan toma las chucherías, la torpeza o la premura le dificulta asirlas entre sus manos. Don Andrés se apresura también en poner orden en su ya compuesto tarantín, tamborilea los dedos sobre el mostrador y en busca de alguna ocupación le da de nuevo el vuelto a Juan.
—Es-te, eh... Don An... —El pequeño oscila la vista entre el billete que le ha dado el tendero y la acera de enfrente, se le traban los fonemas y Lupita crece ante sus pupilas.
— ¿Qué pasa Juancho? —Aunque al hombre no le falla el habla, los ojos se le quedan quietos y prendidos de Sabrina que cruza la calle hasta su tienda. Trae un trozo de pastel entre las manos y el aroma que desprende, ella no el postre, colma a Don Andrés. Piensa en que es una exquisitez que encantado de la vida se comería y, otra vez, se refiere a Sabrina y no al pastel.
Juan, quien ahora alterna las pupilas de la pastelera a Lupita y viceversa, se abstrae imaginando que tira y encoge alguno de los resortes rojizos que cuelgan de la cabeza de la niña.
—Aquí tiene, Andrés. Lupe me dice que quedó de rechupete. Ya usted me dirá.
La pastelera los saca a fuerza de su ensimismamiento pero a penas dura un segundo. Don Andrés ahora se embelesa con el sonido de la voz de aquella acariciando su nombre y Juancho, por su parte, ha de sobreponerse del pasmo de que la niña por primera vez le hable:
—Es mentira —le susurra con el sigilo de quien cuenta un secreto—, apenas me lo ha dejado probar.
El niño todavía la mira con gesto inquisitivo, sin embargo no se atreve a intercambiar palabra para preguntarle.
—Vamos, Lupe. Se nos hace tarde.
Juancho, él sí privado del habla, reacciona justo cuando Lupita está dando la espalda y atina en ofrecerle un dulce. Ella lo recibe y le obsequia a cambio sus pupilas y labios sonrientes. A Don Andrés, mientras, le retintinea ese “ya usted me dirá” en la cabeza.
—Si de verdad le dijera... —Suelta en una exhalación profunda.
El niño esta vez sí lo escucha, pero prefiere tragarse, como antes, su pregunta. Total, si no se la hizo a Lupita...
Ahora ambos miran calle abajo las siluetas de Sabrina y Lupita achicándose en la lejanía. La segunda piensa en cuántas tortas sin probar se quedarán esperando a que Don Andrés diga por fin no sabe qué cosa y la primera, en que aún no quiere tener que preocuparse porque a la hija le empiece a gustar más el chiquillo que el chupetín, el cual, cosa rara, siquiera se apresuró en abrir.
Muy lejos, a sus espaldas, un carro pasa raudo frente a la puerta de la tienda de pasteles encajando una de sus ruedas delanteras en un charco. El agua salpica a un niño y un señor en una quincalla. Al unísono ambos salen de sus ensoñaciones.
— ¡Conque Lupita, ¿eh, Juancho?! —Le recrimina entre burlón y cómplice teniendo, ahora sí, algo qué limpiar en el tarantín. El chico, sin quedarse atrás y secándose como puede, de inmediato se defiende.
—Y a usted, Don Andrés, ¿desde cuándo le gustan los dulces?






¡Dios! Cuánto ha pasado y está...
—Increíble...
— ¿Dices?
—Nada, nada.
Al verla la impresión me ha hecho hablar en voz alta, me quedo de piedra. Mi mano busca soltar la mano que la aferra y percibo que mi insistencia ha alarmado a quien me acompaña, que ahora se me ha guindado del brazo. Con todo y eso no me contengo, mis pies movidos por yo no sé qué impulsos me arrastran hasta... Caro. Se me revuelven algo más que los recuerdos. Caro...
Nunca pude responderme por qué terminamos y ahora está justo frente a mí. Me adelanto hacia ella, desvía la vista a mi izquierda. Me pesa el antebrazo y caigo en la cuenta de que voy acompañado.
No quiero herir a Graciela y las presento. Pero me pregunto si con ese gesto hiero a Caro. Siempre fui muy malo para distinguir si la afectaba cuando ya ella me afectaba a mí.
Tantos años, tanto tiempo... No me puedo creer que esté justo allí. Días y noches conformándome con evocarla y ahora que la tengo en frente...  Reprimo el deseo de tocarla, de tener su rostro a un palmo de mi cara, ya no recuerdo el sabor de su piel, sus besos y se me antoja probarlos de nuevo, demostrarle cuánto la eché de menos estrechándola hasta dejarla sin habla o sin aliento.
Me cierno demasiado sobre Caro y decido retroceder un paso, cualquiera diría que invado su espacio personal. ¡Y cuántas ganas de hacerlo...! Cuántas ganas de invadirla a ella y... Aprieto los puños, no quiero imaginar de lo que soy capaz si voy solo.
Graciela, quien sabe sumar, se torna excesivamente cariñosa. Dudo de estarle correspondiendo como de costumbre. La verdad, justo ahora, no tengo cabeza para ella y me frustra conseguir ver solo a través de los ojos de Caro.
¿En qué estará pensando? ¡Diablos, Caro...! El presente elige las formas más indecorosas para hacerte coincidir con quienes has querido... O quieres.
La escucho toser o estornudar, Graciela se apresura a tenderle un pañuelo. Al distinguir el mío entiendo el motivo de tanta amabilidad. Las mujeres tienen un modo tan fino y peculiar de marcar terreno. No contenta con que Caro lo rechace, añade con malicia:
—Debe de ser el clima, está cargado este día —con ganas de librarme de ella intervengo raudo.
— ¿Vas muy lejos?  —Me encantaría acompañar a Caro a donde fuera, aunque sé que es demasiado pedir. Graciela teme, con razón, que la abandone. Me observa suplicante, entre susurros me advierte de nuestra cita, que ni en broma me libraré de ella. No me queda claro si se refiere a sí misma o a la cita... Resignado, cual reo aceptando su condena, finjo sonreír. Me besa sonreída, ella sí sin fingir. Le acarició un hombro para que se detenga. No sé por qué no puedo soportar me bese con Caro allí, tal si tuviera aún que respetarla. Es ilógico que después de tanto su sola presencia me afecte de ese modo.
Algo ha debido de afectarla también a ella, su mirada se ha prendido a un punto fijo y aun cuando ve hacia nosotros no entramos en su campo de visión.
¿En dónde está? Me carcome no saber en qué piensa... ¿También me extraña? ¿Siente todavía algo por mí? ¿Ya me olvidó y logró pasar página? ¿Cuánto le habrá costado deshacerse de mi recuerdo, lo que vivimos...? ¿Tendrá a alguien más? ¡Tiene a alguien más! Le detallo el cuerpo... El atuendo... Esa blusa deja a la vista más de lo que yo quisiera... Está lo bastante buena como para estar sola... ¡Rayos! Seguro no le importa encontrarme con otra ni que siga adelante sin ella. De seguro ya muere por alguien distinto a mí. Menos mal no está ahora aquí porque si no... Si no... Me indispone la mera idea de imaginarla con otro.
—Caro —Reclamo su atención para preguntarle si viene con alguien, pero anda en un mundo en donde con seguridad no hay cabida para mí. Eso me hace enloquecer.
— ¡Caro! ¿Estás bien? — ¡Claro que lo está, solo está pensando en él!—. ¿Qué te pasa? De repente te has quedado en blanco.
—Ah, no es nada. Estaba recordando dónde estacioné el auto.
¡Lo sabía! La están esperando. Ya ni siquiera tiene sentido la eternidad que llevo esperándola yo. ¿Quién me manda a mí a creer que a estas alturas va a sentir un carajo por mí? ¡Y yo queriendo zafarme de Graciela para ir tras ella!
¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Estúpido!
¡Qué imbécil, maldita sea! Tengo que sacármela de una vez por todas de la cabeza. Me río de mí mismo e intento regresar a la realidad.
— ¡Cuándo no tú tan distraída! Apuesto a que lo has dejado a una cuadra. ¡Ja, ja, no has cambiado nada!
Lucho por no pensar en que también a una cuadra está aquel.
— ¡Y tú menos! Sigues teniendo una memoria selectiva excelente. ¿A que todavía es capaz de recordar al detalle el calendario de un evento deportivo y jamás un cumpleaños ni cuándo tiene cita con el dentista?
 ¡Mierda, Caro! Si supieras que aun me sé todas las tuyas...
—Jajaj, eso no es justo. Aún no me olvido del tuyo — ¡Demonios! Eso último no planeaba decirlo, de hecho estuvo de sobra. Me lo confirma el silencio incómodo de después.
Me sonríe y me pierdo, debo de tener una cara de idiota impagable. Disimulo desviando la mirada hacia Graciela. Yerro de nuevo, sé que desde el segundo plano al cual la he relegado se da cuenta de lo que hago y lo peor es que no me importa.
Estoy al lado de la chica equivocada...
Paso de todo, de la gente a nuestro alrededor que nos golpea con los hombros “sin querer” para recalcar que la acera no es un lugar apropiado para reunirse, del sol inclemente que da de lleno contra nuestras frentes y quema tanto como la distancia entre Caro y yo; de las muecas y reclamos silentes de Graciela, del tiempo que permanecemos en la calle así como si nada... Como si todo... Y Caro lleva prisa. Lo sé porque está nerviosa y trata de evadirme. ¡Menudo tipo impaciente y celoso se habrá conseguido! Aunque mirando lo hermosa que está... ¡Vaya Dios ¿cómo la dejé escapar?! Lo entiendo.
Me empeño en acompañarla al auto, me puede la curiosidad. Y ay de Graciela si se opone...
—No vaya a ser te pierdas en el camino —Bromeo solo para enmascarar mis verdaderas intenciones.
— ¡Ni hablar! —Me muestro sorprendido y ofendido. Ella suaviza lo dicho—. Gracias, pero no hay necesidad. Está al cruzar la calle.
Me rechinan los dientes, casi se me escapa un gruñido. Tengo ganas de cruzar hasta donde dice y sacar a los golpes a cualquiera dentro del vehículo. No hay duda de que está con alguien y no quiere explicarle que soy su ex. Ex... La palabrita me pone por sí sola en mi lugar.
Se despide de mí displicente, como quien rabia por quitarse un peso insoportable de encima. Resbala hasta el suelo, junto con mi autoestima, mi arsenal de contención. No atino ni la fecha ni el sitio en que estamos, no sé qué carrizo hago con Graciela, cuándo terminamos Caro y yo y por qué... ¡¿Y por qué ha tenido que aparecerse después de tanto?! ¿Por qué además se detuvo a saludar si tenía con seguir de largo y fingir que no me había reconocido? ¿Cómo se atreve esa mujer a dejarme así? ¡Otra vez!!
Camino furioso y exaltado. Graciela se me enrolla en el brazo, me la sacudo haciéndola a un lado. No estoy para arrumacos, o sí, mas no deseo precisamente los de ella. Quiero romper algo, no me basta con machacar el suelo bajo mis pies. Me devuelvo, sé con exactitud dónde y a quién quiero hacer pedazos... sacarlo del auto, estamparlo contra el parabrisas, aporrear la puerta del coche con su cabeza, no detenerme hasta destrozarle un hueso o verlo sangrar, escuchar a Caro gritar mi nombre por cualquier motivo ya que nunca más tendré la dicha de oírla gemir, estremecida, sobre mí y que intente volver a olvidarme si se atreve, si puede, si todavía es capaz...
En mitad de la avenida escucho un chirrido de llantas, un gran estropicio interrumpe el curso de mi pensar y mi sentir. Entro es un estado de dubitación, de frustración, voy a arrancarme los cabellos con las manos. Regreso sobre mis pasos dos veces hasta dar un giro en el mismo punto. ¡¿Qué demonios estoy haciendo?! Debo dejarla ir. No puedo hacerle esto a Graciela. Caro se merece ser feliz con quien escoja, con a quien quiera. Y yo debo dejar de moverme en torno a ella. Entender que tomamos rumbos distintos y nada cambiará por una mera casualidad. Alcanzar a Graciela, pedirle perdón por ser tan idiota y no cometer de nuevo el error de perder a alguien que...
Vuelvo la vista calle arriba, aunque mis pies ya retoman el camino contrario. Varias personas corren alarmadas y unas tantas permanecen impávidas. Distingo un choque en la distancia, la parte delantera de uno de los vehículos queda completamente destruida. Tardo, más por el desconcierto que por cualquier otra cosa, en reconocer la carrocería del auto en que tantas veces la veía llegar antes de sonreírme, correr a despertarme y embriagarme con su tacto y su cercanía, el mismo en que hace nada la vi subir... No quepo en mí y los fonemas, la voz, me suenan y me saben ajenas, ha de ser otro quien los profiere y no los estragos de lo que de mí queda cuando corro hacia ella con el terror atravesado en el pescuezo:
— ¡¡¡Caaaaaaaaaaaaaarooooooo!!!
Desde algún punto equidistante que no logro identificar escucho una voz aguda y desgarrada llamarme:
— ¡¡¡Braaaaaaaaaaaandooooooo!!!
Juraría que es de Graciela, pero, otra vez, no tengo cabeza para ella.




Relacionada con: Desencuentro




Esa noche en la playa mientras todos dormían y me quedé en vela dizque a causa del insomnio, mentí. En realidad esperaba que la nocturnidad y el mar se aliaran para darnos cita, que de pronto tú, tentado no solo por el oleaje y la brisa cantarina, salieras a hacerle cosquillas a la arena con tus pisadas y me encontraras allí frente a la orilla tomando un baño de luna al tiempo que las estrellas se desparramaban sobre nuestras cabezas. Esperaba quizá oír a mi espalda tu voz sibilante (para no asustar a nadie), el roce de tu cercanía a medio vestir desnudándome también las ganas de impactar con mi boca más allá de tus labios. Esperaba que la soledad nos cubriera con su manto otorgándonos algo de intimidad y tener tus ojos oscuros ofreciéndome un paisaje en el que solo brillase mi silueta. Pero no. Me quedé oteando la distancia, el horizonte sombrío y descompuesto, en tanto que las olas salpicaban incertidumbres en mi rostro y en el tuyo, allá paredes adentro, se balanceaba el sueño entre tus párpados cerrados.
Luego me enteré de que el frío o tu cobardía te hicieron fingirte dormido. Yo estaba más libre de lo que quería y tú, encerrado tras puertas...
No fue el insomnio. Fueron las ansias de que aparecieras para jugar como tontos, en la orilla y a la luz de los astros más nobles, a la sirena que seduce al viajero y al tiburón que, sin delatar del todo sus intenciones, se come a su presa...
— ¿Te acuerdas de aquel viaje?
— ¿Cuál?
—El que hicimos al final del curso a aquella isla. Nunca tenías sueño por las noches, salías a sentarse frente al mar y yo no podía dormir pensándote sola allá afuera; entonces me escabullía a vigilarte en mitad de las sombras. Para ese tiempo estábamos desarrollando el proyecto del cambio climático y habían levantado alerta por huracán. Supuse que eso te tenía intranquila, aún así parecías suicida yendo cada noche a retar a las aguas desde la orilla. A los demás aquello les parecía una completa insensatez y te llamaban “sirena” entre bromas. Según ellos jurabas que al diluviar te saldría cola, de allí que prefirieras quedarte a la intemperie. Todos estábamos igual de asustados porque desconocíamos qué tan graves eran las amenazas de tormenta y reír de cualquier cosa nos relajaba los nervios. Por fortuna fueron puros rumores, o de lo contrario nos habríamos visto evacuando de emergencia la isla. De tanto espiarte durante tus escapadas, uno de los chicos me puso el apodo de “tiburón”, ya entenderás de dónde salió el comentario por el cual siempre levantabas las cejas con curiosidad, ese que me aludía, también entre bromas, como un mal depredador por rondar demasiado a la presa sin acabar de devorármela. El problema era que la presa nunca fuiste tú, sino yo... todo hecho un embrollo mientras, por contra, miraba tus cabellos desenredarse en el viento. Te aseguro estar tentado de acercarme con cualquier excusa solo para verlos bailar entre mis dedos y disfrutar de más cerca del contraste de la luz nocturna sobre tu piel, pero no sé por cuál razón di por sentado que mi compañía te molestaría. Lo confirmé esa última noche cuando de pronto volteaste desde la arena para otear la oscuridad con hastío, tal si algo te hubiera incordiado. Al verte poner de pie dispuesta a regresar, me apresuré en llegar antes que tú a la cabaña, no fuera a ser que sospecharas de... En fin, justo cerré los ojos se abrió la puerta, entraste y susurraste “cobarde” antes de acostarte. Salvo nosotros, no había nadie más despierto. Al día siguiente y los posteriores a ese no nos vimos... Desde entonces no paro de preguntarme si te referías a mí.
Se hace el silencio, la chica sube las cejas con curiosidad... No, con sorpresa. De nuevo se queda oteando la distancia, el horizonte sombrío y descompuesto, mas esta vez no hay olas que salpiquen incertidumbres en su rostro. Piensa, en oposición a sus primeros pensamientos, en que después de todo sí jugaron como tontos a sirenas, viajeros, tiburones y otros cuentos. Se le escapa un “cobarde” en plural de los labios y luego suelta sibilante dejando al chico desconcertado:
—No era insomnio...






Viajar en transporte público siempre me ha parecido una odisea, salvo cuando apenas va lleno y al conductor no le da por colocar música de su preferencia. Al ritmo del “entren que caben cien” impuesto por el colector me subo a una unidad y me introduzco hasta el final del pasillo. ¡Bingo! Me toca con los cincuenta de pie y forzosamente hay lugar para uno más. Pero el chofer ni se entera, que va en primera y, aparte de contar con suficiente ventilación, allá no llega el aroma celestial del que cabecea en su asiento con vete tú a saber cuántos tragos (o botellas) de alcohol de más, ni la interesantísima conversación de las comadres que hablan de las amantes del compadre a viva voz, ni los sutiles codazos de quienes buscan mejor acomodación, ni los berrinches del niño malcriado que se granjea cualquier cosa a punta de llanto, ni el cóctel de perfumes que amenaza con provocarte estornudos... ¡Mmm! Alguien se ha traído un perrito caliente, full cebolla, bajo el brazo y otro se lo ha desayunado. ¡Y vaya! No hay una sola ventana abierta cerca, para variar...
El hombre conduce indiferente, no cabe un alma en el transporte, aún así hace parada confiado en poder comprimir personas tal como se comprimen archivos en el disco duro de la PC.
— ¡Pero bueno, papá, ¿dónde los vas a montar?! —Se queja un pasajero.
— ¡Córranse para atrás! ­—Replica el conductor.
— ¡Pa’trás, pa’trás, que está vacío! —Lo secunda a gritos el colector parapetado en las puertas del autobús.
Alguien me pisa un pie y agradezco no llevar sandalias, con tanta gente apretujada la cosa parece un sauna en donde, lejos de estar a un paso de la relajación, se está a nada de la muerte por asfixia. La señora apoyada a mi costado me encaja sin querer o a propósito una de las esquinas de su cartera y, mientras ruego por llegar pronto a destino, ignoro si me quedo sin aire o acaso me lo están robando... Si así es gratis, va a tocar pagarlo.
El conductor frena de forma intempestiva y la mitad de pasajeros, uno junto o sobre el otro, se inclina peligrosamente hacia el parabrisas. A una tercera parte le falla el equilibrio, yo entre ellos termino balanceándome sobre el asiento frente a mí y aterrizo, también de manera inesperada, contra otro pasajero. Mi pecho da de lleno en su cara, la cual arruga tal si le hubiera estampado en la cabeza los melones de Lolo Ferrari y no un par de limones (quizá justo por eso); por cómo entrecierra un párpado presumo que ha debido de salpicarle alguna gota ácida en el ojo. Amago una disculpa en tanto me recompongo y él pronuncia algo a medio camino del “tranquila” y el “descuida”.
Pero ni lo uno ni lo otro, con el frenazo nadie en la unidad pierde cuidado y los pasajeros se alebrestan. A la chica sentada unos puestos más allá retocándose el maquillaje un rayón negro le divide en dos partes asimétricas la frente, se voltea hacia su compañero y éste exclama:
— ¡Chaaacha, si todavía no es Halloween!
Más acá a la señora que alimentaba al hijo sobre sus piernas se le derrama el jugo sobre la blusa y se le vuelca el tupperware. Ajena a la prohibición de comer en el medio de transporte impresa en el respaldar de los asientos, sin ápice de vergüenza y sin temor de ponerse en evidencia reclama:
— ¡Cooño vale!! ¡¿Me le vas a montar otra arepa al carajito?!
Justo al lado un enano berrinchudo se dedica a golpear con saña el asiento del frente. El señor quien lo ocupa ni se inmuta. Yo en su lugar hubiera girado la cabeza como la niña del Exorcista y, también como Medusa, hubiese petrificado en el acto a madre e hijo con la vista. Otra chica que asiste la pataleta de pie pone los ojos en blanco, una señora lanza por lo bajo:
—¡Ay! Mis hijos me hacen algo así ¡y los muelo a palos...!
—A los niños no se les pega —discrepa algún otro.
—Nooo, ¡pero de vez en cuando no está de menos mostrarles para qué sirve la correa!
Una vocecilla inocente e impertinente pregunta sin pelos en la lengua:
— ¿Pá, a las viejas cacatúas quién les pega cuando se portan mal?
La señora se sabe aludida, se enseña ofendida y carraspea. Se contiene también de propinarle un pescozón a la criatura.
El borrachín reacciona lo justo para canturrear con voz grave y rancia:
— ¡Ero sigo sieeen-do’l reyyyyyyyyy! —Tras de lo cual cae de nuevo como mendigo, lo destrona un buen golpe en la coronilla.
Los eventos transcurren al unísono al tiempo que la cuarta parte de los pasajeros se deshace en quejas e insultos hacia el chofer y luego hacia el colector, quien sale siempre en defensa del primero. Sin siquiera calmar a la concurrencia, en la próxima parada se desviven por llenar hasta los tequeteques la unidad:
 — ¡Suban, suban! Que hay segundo piso.
—¡Na’guará! ¡Lo tendrás en construcción...! —Salta alguien indignado.
— ¡Hasta el techo si te da la gana, pana...! —Ironiza otra voz.
A todas estas el hombre del asiento frente al que estoy de pie refiere:
—A ese par lo van a linchar y me voy a perder el funeral.
Rio por dentro, luego la risa brota como un graznido. Él ríe entre labios, despierta, tarde, su lado amable o recuerda alguna clase de caballerosidad y, tras decidir renunciar a la escasa comodidad de su puesto, me lo ofrece. Lo rechazo cortés, ya estoy cerca de mi destino. Además, la mujer apoyada en uno de mis costados afinca con mayor ímpetu la esquina de su cartera en mis costillas tal si empuñara un arma en mitad de un asalto. Capto la amenaza latente, se lo cedo de buen grado.
Entretanto, el hombre no sabe de qué forma colocarse en el pasillo, su estatura le impide erguirse por completo dentro del vehículo y se ve obligado a flexionar el cuello en demasía.
— ¿Qué? ¿Esperabas poder ver el funeral de pie? —Me burlo, por supuesto, al tiempo que recuerdo al jorobado de Notre Dame. No obstante, a diferencia, éste ni gaguea, ni titubea ni cosa igual. Azorado, cambia de tema y me busca conversa. Suspiro. A ver a dónde mando la apatía...
Y el niño llora que llora, el borracho sigue casi inconsciente alterando el aire a cabezazos con su tufo rancio, entre la gente y las pocas ventanas abiertas hace un calor demencial; la chica intenta maquillarse por tercera vez, el rostro se le derrite, aún se le nota el rayón y aprovecha de pasarse una servilleta por la frente para deshacerse del sudor; las cotorras, digo, las comadres que no ahorran ni cuentos ni saliva dale que dale a la lengua, al marido de no sé cuál (cuidado y no los de ambas) le deben picar horrible los oídos; y continúan las quejas y los gritos de los pasajeros, del colector y del chofer...
— ¡Mano, que no llevas puercos!
— ¡Hagan el favor de correrse hasta el final del pasillo! ¡Ahí sobra espacio, gente!
— ¡Éstos sí son arrechos!
Después de vadear un oleaje de personas de un extremo a otro del pasillo, me hallo por fin fuera del autobús, en la acera. Baja también quien me cedió el puesto, por lo visto coincidimos en destino. Al fin nos miramos y reconocemos sin tanto impedimento alrededor o de por medio. No voy a decir hacia dónde se dirige mi vista, aunque por la dirección de la suya... Ah, qué curioso, va a ser que no le importa el tamaño del fruto sino su jugo... Intuyo que desea limonada. Las malas intenciones me impelen a sacudir algo más que los hombros al ritmo del “¡azúúúúúcar!” de Celia, tal si imitara a Mel Gibson hacer lo “suyo” con lo “suyo” frente a Helen Hunt en una escena de Lo que ellas quieren, sin embargo mi malicia podría ser malinterpretada y me contengo.
Pronto descubro que mi intuición no me traiciona. Lo confirma la frase que, con guiño incluido, expelen sus labios:
— ¿Y si me das tu número?
Sonrío entre irónica y divertida. La camioneta es puesta de nuevo en funcionamiento y continúa su recorrido ahora al son del “Esto es lo que hay” de Los Amigos Invisibles, a todo volumen. Seguro que un par intenta acallar de algún modo las quejas de los usuarios...
El colector, que nos tiene a ambos en la mira, se monea en la puerta del transporte y, mientras éste se aleja, nos despide con un:
— ¡Dedícasela, chaaaamo!!




El mundo ya tiene demasiadas imitaciones. Defienda la originalidad. Con la tecnología de Blogger.